Comisiones Obreras del País Valenciano | 15 junio 2025.

El movimiento obrero en la conquista de la democracia

  • Artículo de Pere J. Beneyto, presidente de la Fundación de Estudios e Iniciativas Sociolaborales

El multitudinario entierro de los abogados de Atocha, el 26 de enero de 1977, constituyó la mayor y mejor demostración del compromiso del movimiento obrero y sindical en la lucha por la libertad, legitimó su intervención y contribuyó, decisivamente, a acelerar los procesos de cambio.

09/06/2025.
Manifestación de CCOO y UGT por el derecho de huelga. Valencia 1979. Archivo FEIS

Manifestación de CCOO y UGT por el derecho de huelga. Valencia 1979. Archivo FEIS

De hecho, en los tres meses siguientes, fueron legalizados partidos y sindicatos, liberados los presos políticos, retornaron numerosos exiliados y se convocaron las primeras elecciones democráticas en cuarenta y un años, abriendo paso a un auténtico proceso constituyente, lo que real y simbólicamente constituía una clara ruptura con el pasado.

La transición sindicalEn el ámbito sindical los cambios se concentraron a lo largo del mes de abril, primero con la publicación en el BOE de la Ley 19/1977 de Asociación Sindical (LAS), que liquidaba cuatro décadas de verticalismo y reconocía el derecho de trabajadores y empresarios a desarrollar sus respectivas organizaciones, pasando luego por la ratificación de los principales convenios de la OIT y terminando, el día 28, con el registro y legalización oficial de Comisiones Obreras, UGT y otras organizaciones menores.

Se trataba, con todo, de una situación precaria, tanto en términos coyunturales (tres días después de la legalización de los sindicatos, la manifestación del 1º de Mayo por ellos convocada era duramente reprimida) como, sobre todo, estructurales (incertidumbre política, agravamiento de la crisis económica, marco de relaciones laborales anacrónico), configurando la “anomalía fundacional” del sindicalismo español que iniciaba así su trayectoria en las más difíciles circunstancias, lo que retrasaría su convergencia con las pautas de intervención de sus homólogos europeos, que se habían consolidado durante las tres décadas anteriores en un marco más propicio, caracterizado por sistemas de producción fordista, economía keynesiana y desarrollo del Estado de Bienestar.

Pese a las grandes expectativas generadas, el desarrollo de los nuevos sindicatos pronto se vería limitado por diversos factores de carácter tanto endógeno (fragilidad de sus estructuras organizativas y de encuadramiento) como exógeno (agravamiento de la crisis económica), lo que afectaría a su capacidad organizativa y de intervención.

En el primer caso, el boom afiliativo inicial llegó a situar las tasas correspondientes en niveles medio-altos, al menos en algunos sectores y regiones industriales, registrando en los dos años siguientes una tendencia a la baja hasta estabilizarse, al comenzar la década de los ochenta, en torno al millón de afiliados, equivalente al 13% de los asalariados.

Por su parte, el espectacular incremento de los cierres de empresa, expedientes de crisis y despidos provocaba, en ausencia de una regulación legal y cobertura social adecuadas, tanta conflictividad en las protestas como impotencia en las propuestas, colocando a los sindicatos en posiciones socialmente defensivas y políticamente subsidiarias, sobre todo tras las primeras elecciones democráticas de junio de 1977, que inauguraban un nuevo ciclo de consenso parlamentario y desarrollo institucional.

El primer gran acuerdo de aquellas Cortes Constituyentes fue la Ley de Amnistía 46/1977, de 15 de octubre, que ampliaba con carácter general, incluida su dimensión laboral, el decreto parcial de julio del año anterior, siendo aprobada por todos los grupos de la Cámara, salvo Alianza Popular, y saludada emocionadamente, entre otros, por el líder de Comisiones Obreras para quien representaba “la forma más democrática y consecuente de cerrar un pasado trágico de guerras civiles y abrir la vía de la paz y la libertad”.

Similar consenso partidario se alcanzó en los llamados Pactos de la Moncloa (27-10-77) que, en su vertiente política, sentaron las bases de la futura Constitución y en la socio-económica trataron de hacer frente a una crisis que presentaba ya indicadores alarmantes (44% de tasa de inflación, 11.000 millones de dólares de déficit exterior, espectacular crecimiento del paro) mediante medidas de saneamiento, austeridad, fiscalidad, reformas estructurales (de la Seguridad Social, pensiones y cobertura del desempleo) y política de rentas (cambios en la indexación salarial)

Se trataba de un pacto político (en la línea del “compromiso histórico” propuesto unos años antes en Italia por el secretario general del PCI, Enrico Berlinguer), en el que no participaron los sindicatos por razones imputables tanto a una “cierta subordinación partidaria” como a su indeterminación representativa (las primeras elecciones sindicales no se celebraron hasta unos meses después), pese a lo que aportaron un posterior apoyo críticono exento de dificultades y contradicciones.

Además de su indudable contribución a la estabilización económica y consolidación democrática, los Pactos de la Moncloa indujeron a un cambio en la estrategia sindical que, superando inercias defensivas y viejos acordes de “lucha final” arrastrados desde la época de la clandestinidad, se orientó desde entonces hacia el reforzamiento de su poder contractual y representación social.

El cambio de estrategia que representaba la posición del movimiento sindical respecto de los Pactos de la Moncloa y, posteriormente, de la Constitución, fue reiteradamente impugnado por las corrientes más radicales del mismo que insistían en calificarla de claudicante y desmovilizadora ignorando, cuando no despreciando, tanto la grandeza del intento como las dificultades del momento en que se desarrollaron.

Las elecciones sindicales y los convenios colectivos del año siguiente se encargarían de desbaratar tales descalificaciones, en la medida en que el primero de dichos procesos aclaró la representatividad de unos y de otros, mientras que el segundo demostró la capacidad de diálogo y movilización de los sindicatos ya acreditados como mayoritarios.

Reguladas provisionalmente por el Real Decreto-Ley 3.149 (que excluía a las microempresas y al sector público), las primeras elecciones sindicales libres se celebraron entre el 16 de enero y el 26 de febrero de 1978, con la participación de casi cuatro millones de trabajadores que eligieron a 191.041 delegados, cuya distribución confirmaba a CC.OO. y UGT como las organizaciones más representativas (con el 42,2 y el 26,5 por cien, respectivamente, de los representantes electos), registrando asimismo el debilitamiento de USO tras la escisión sufrida unos meses antes y situando en posiciones muy minoritarias a las opciones más radicales, tanto las históricas (CNT) como las de trayectoria más reciente y efímera (CSUT-SU).

Por su parte, la negociación colectiva de 1978 y 1979 se desarrolló en un contexto extraordinariamente complicado, caracterizado por el agravamiento de la recesión económica (segunda crisis del petróleo) que se tradujo en un aumento sostenido del paro que se prolongaría hasta finales de 1985, la ausencia de una legislación adecuada, que no llegaría hasta 1980 con el Estatuto de los Trabajadores, y la fijación gubernamental de “topes salariales” en función de los objetivos antiinflacionistas establecidos en los Pactos de la Moncloa.

Con todo, la intervención de los sindicatos, que recién inauguraban el ejercicio pleno de sus funciones de representación e intermediación de los intereses de los trabajadores, consiguió articular un amplio movimiento de presión y negociación que logró importantes incrementos salariales y mejoras sociales (reducción de jornada, control de las horas extraordinarias, vacaciones, etc.), tras protagonizar los más altos niveles de conflictividad huelguística hasta entonces registrados, desmintiendo en la práctica las acusaciones de traición y liquidacionismo que entonces se hicieron, y aún ahora se repiten de forma tan acrítica como recurrente.

Sin embargo, el recurso permanente al conflicto y la protesta era difícilmente sostenible por unos sindicatos aun débiles, lo que requería su transformación en poder contractual dentro y fuera de los centros de trabajo, dotando a sus representantes (Comités de Empresa, Secciones Sindicales, Federaciones sectoriales y Confederaciones generales) de competencias reales en materia de representación e interlocución (derechos de información, consulta, participación y negociación).